sábado, 5 de abril de 2008

El caldo. Antonio Terán Pando.

El olor a col y tocino salado subía como una espiral abyecta, por el hueco de la escalera, inundándolo todo, manchándolo todo.

Aurore Bastiac, joven de 19 años, preparaba un caldo salútifero para su hija de 2 años. Pobres como ratas, madre e hija, eran aún así, un luminoso fanal de esperanza, unas dulces gotas de miel rodeadas por la carcoma, el moho y la decrepitud.

Cuando el aroma alimenticio llegaba alcanzaba el piso número cinco de la finca 45 de la Rue des Vasailles, se producía una aleación olfativa.

El hedor que el cadáver de Ferdinand Rouré producía, después de 10 días muerto, era arrastrado no se si voluntariamente, por el olor pungente del caldo.

Ambos aromas, uno de vida y otro de muerte, se mixturaban, se abrazaban, copulaban y escapaban por entre los cristales rotos de la claraboya que coronaba el techo del inmueble.

Una vez en el aire rojizo del París de entreguerras-y da igual qué dos guerras sean- las moléculas, los miasmas, las atroces partículas de cada aroma, formaban corros raudos que bailaban en las nubes.

El hedor cadavérico y el cálido y cariñoso perfume del caldo amoroso, caian arrastrados por la lluvia veraniega en las costas del Mediterraneo y su contraste, su diferente naturaleza, daba vida a los campos de nardos y de lavandas del Mediodía.

Y asi, el ciclo se cerraba justamente.

Los caldos y las corrientes y la magia probable hizo que el cadáver no fuera localizado hasta 2 o 3 años después, cuando fué hallado seco como un arenque, sujetando aún la pistola que utilizó en su día para suicidarse.

El día del descubrimiento siniestro, los brutales jueces,estaban deshauciando a Aurore y su hija, lanzamiento instado por la casera de aquella pocilga, una antigua cocinera del abate de San Jerôme, al cual narcotizaba con sus guisos y su vulva ponzoñosa, para hurtarle el dinero que él sisaba del cepillo de los pobres.

Cuando por el portal salian los gendarmes arrastrando a la joven madre, otros funcionarios arrastraban a la momia suicida, en una coincidencia alucinante.

La escena onírica la contemplaba boquiabierta una empleada de la florería de Marchette, sujetando en sus brazos un exquisito ramo de nardos y fragantes lavandas.

Lo que aconteció después carece de importancia.


2 comentarios:

Unknown dijo...

Estimadísimo amigo:
sobrecogedor microrrelato que más que onírico es de tal realismo, que sobrecoge. Y magistral por la densidad del mismo: efectivamente, es como un caldo sobreconcentrado y existencialista...
De hecho guárdalo porque tal intensidad me podría servir para ensayar lo que podría ser una novela gráfica, en la que las sensaciones las pongas tú, mientras la narración visuales propiamente dichas pudiera elaborarlas yo... ¿hace?. Así vemos que somos capaces de hacer con tu microrrelato y los dibujos de tus sensaciones, junto con los dibujos secuenciados que pueda realizar. Fantástico. (El ojo, inquietante)

El Gato Lector dijo...

Hecho.Faltaría más.Un abrazo.