domingo, 13 de abril de 2008

El disfraz.Antonio Terán Pando.

Montagu Cornell, un coleccionista de marfíles londinense, tenía un gran aspecto.
Era alto, con ese rubio británico indefinible entre ceniza y oro viejo, su nariz aguileña se camuflaba por las antiparras de cierto estilo y aunque su boca era como una llaga, casi sin labios, lucía una espléndida dentición.
Vestía muy a la "Highlands", en invierno chaquetas de Harris Tweed con camisas de lana de Viyela. Pantalones de tres pinzas y zapatos Dunlop de suela de goma. Sus calcetines siempre eran Argyl.
En verano, las hechuras no cambiaban. Cambiaba el tejido, mas liviano y transpirable.
Montagu, tenía deudas. Muchas deudas. Aún siendo un terrateniente, su disponible era pobre y acontecía de vez en cuando que no llevaba un penique en el bolsillo cerillero de su chaqueta de Saville Row. Se sabía que había tenido amor y que de ese amor debería haber algún fruto. Pero esa parte de la historia era un misterio.
Aficionado a los disfraces, quizas como forma de escapar de la realidad, Montagu, solía adoptar personalidades carnavalescas en fechas especiales.
Como es lógico, Montagu tenía muchos amigos de forma nominal. Y, como es natural, tenía muchísimos enemigos, que, sin ansiar su dinero, morían por su personalidad, a todas luces, arrolladora.
En una ocasión, ahogado por deudas sin importancia, Montagu decidió no parecer afectado y corrió la especie de que estaba de viaje por Corfú. Sus acreedores, hienas feroces por dos guineas, visitaron su tienda de Bond Street y al verla cerrada por casi una semana, supusieron que era verdad: El deudor elegante se había escapado.
Montagu, oculto en una de sus casas, solo esperaba que llegara el Día de Carnaval para poder hacer una aparición teatral y eficaz, repartiendo el dinero que debía a sus acreedores de forma sorpresiva y anónima.
Llegado el día, Montagu se caracterizó de uno de sus acreedores, un individuo brutal que tenía la habilidad de esconder su alma fermentada bajo una apriencia de provinciano franco y llano.
Al llegar a la plaza de la Villa, engalanada con farolitos multicolores y enchida de aromas dulces, Montagu, se sorprendió al percibir que al menos tres máscaras se habían disfrazado de él mismo: con sus chaquetas a cuadros, sus bufandas de cashmere y sus zapatos de piel de potro.
Aturdido, no pudo ni rechazar someramente el ataque de los conjurados, que como un todo le acuchillaron de tal forma que sus heridas drenaron su sangre en pocos minutos.
A la vuelta de unas tapias, los huidos asesinos, se desenmascararon y repartieron una bolsa de triunfo. Desde un balcón, el ingente y graso acreedor contemplaba la escena, sonriendo como un bobalicón.
La policía, normalmente eficaz, estaba realmente desorientada.
Después de varios meses, aún no estaba claro si el muerto era el gordo, que había estado fingiendo durante años, o era Montagu, ya que los testigos juraron que fué un Montagu (o varios) los que atacaron al grueso. Además las cuchilladas, se habían centrado en el cuello y el rostro del muerto, resultando irreconocible.
Era especialmente terrible la aparición entre las ropas del acuchillado de una importante suma de dinero.
Finalmente, la judicatura, decidió considerar a Montagu responsable del asesinato y decretó su busca y captura. El problema era que había tres Montagu... El gordo, espantado, se personó en la comisaría jurando que él vivia y que el muerto era otro, disfrazado. Inmediatamente fué puesto bajo arresto.
Los autores materiales jamás fueron detenidos. Montagu murio horrendamente por su propia diletancia y el gordo enloqueció en presidio después de quince días, durante los cuales fue penetrado y obligado a feroces felaciones, día y noche. Finalmente le degollaron, colgado por los pies. Sus genitales se cocinaron y se sirvieron aderezados con Oporto en una encantadora cena de la esposa del Alcaide de la Prisión de Su Majestad.
El juez que llevó el caso, resulto ser un sodomita y años más tarde fué envenenado en su apartamento de Mayfair, por un marinero gigantesco que cayó abatido en el West End.
En diversos lugares, y gracias a la inevitable prensa, se ha vuelto a ver a Montagu, vestido de Harris Tweed en invierno y de gabardina en verano. Su colección de marfiles fué reclamada después de varios años por una misteriosa y atractiva mujer, vestida de verde y que al pronunciar el nombre de la víctima parecía estremecerse. Sus credenciales, por escrito, hicieron palidecer a los notarios de la Corona.
Su nariz aguileña se camuflaba con unas antiparras...y tenía el cabello entre ceniciento y dorado.

2 comentarios:

Maga dijo...

¡Por Dios! A mi lo del gordo me ha puesto mala...

Un beso.

Unknown dijo...

Muy bueno, gato.

Inquietante.
Me gustaría leer más cosas tuyas.

Un abrazo fraternal o de coleguis blogeros.

Gracias.